-¿Qué pasa? —Raquel se acercó para sentarse sobre sus rodillas sin pedir permiso.
-Que se ha muerto Franco —y él la abrazó apretando fuerte, como si se alegrara de haber
encontrado algo que hacer con las manos.
Raquel se acordaría siempre de aquel día, pero no por los besos y los
abrazos, la alegría y las lágrimas, el júbilo y el estrépito de los tapones que
saltaban de las botellas de champán al ritmo de los juramentos más feroces que
escucharía en su vida, la fiesta española, un destello salvaje, sombrío, en los
ojos oscuros dilatados a medias por el alcohol y la melancolía, que estallaba
detrás de las puertas de algunas casas de París sin que París se diera cuenta,
lugares especiales, familiares y extraños a la vez, donde recibían a los
abuelos gritando sus nombres y les invitaban a probar una tortilla de patatas,
otra más, que nunca sería la última, porque aquélla fue una noche larga de
botellas de champán y tortillas de patatas, de besos repetidos y abrazos
fuertes, de maldiciones y apellidos, de venganza pública y rencores privados,
de brindis por los ausentes y preguntas en el aire. Porque somos españoles y los españoles nunca podemos ser felices del
todo, una variedad domesticada y ebria de la desesperación se asomaba a las
comisuras de los labios, a la humedad de los ojos, a las aristas de la cara de
aquellos hombres secos, consumidos, agotados por el constante ejercicio de su
dureza, que levantaban una copa en el aire para repetir, uno tras otro, muerto el perro, se acabó la rabia, y
que sin embargo tenían la rabia dentro, tan agarrada al corazón que, mientras
se obligaban a parecer felices, ya sabían que iban a morir antes que ella.
-¿Y por qué te querían matar
todos?
-Por republicano, por
comunista, por rojo, por español.
-¿Y tú eras todas esas
cosas?
-Sí, y las sigo siendo. Por eso
pude morir tantas veces, pero salvé la vida, y ¿sabes para qué? —Raquel
negó con la cabeza, su abuelo volvió a sonreír—. Para nada —hizo una pausa y lo repitió otra vez, como si le
gustara escucharlo—. Para nada. Para
bailar esta noche un pasodoble con tu abuela en una plaza del Barrio Latino,
con un frío que pelaba.
El abuelo la besó, la miró. No había dejado de sonreír y Raquel no
había visto nunca, y nunca volvería a ver, una
sonrisa tan triste. Eso fue lo que recordaría siempre de aquel día, de
aquella noche del 20 de noviembre de
1975, la tristeza de su abuelo, una pena honda, negra y sonriente, el
balance de aquel día de risas y de gritos, de champán y de tortillas de
patatas, de juramentos feroces y de honores imprevistos, una fiesta española,
salvaje y sombría, feliz y luminosa, a sus órdenes, mi capitán, y aquel hombre
cansado que sonreía a su último fracaso, una derrota pequeña, definitiva,
cruel, cínica, ambigua, despiadada, insuperable, obra del tiempo y de la
suerte, victoria de la muerte y no del hombre que la había esquivado tantas
veces.
Ignacio Fernández no había derramado una sola lágrima aquel día,
aquella noche. Había visto llorar a su mujer, a su hija, a su nuera, a muchos
de sus amigos, de sus camaradas, hombres que habían podido morir como él y que
como él habían sobrevivido para ver pasar por su puerta el cadáver de su
enemigo. Vamos a brindar, decían, porque
somos de un país de hijos de puta, un país de cobardes, de miserables, de
estómagos agradecidos, un país de mierda, él había escuchado todo eso y no
había derramado ni una sola lágrima. Porque
en cuarenta años no hemos sido capaces de matarlo, vamos a brindar, y él no
había dicho nada, no había hecho nada excepto levantar su copa en silencio una
y otra vez.
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