Y ellos dijeron: "De ahora en adelante no
responderéis por vuestro nombre. Vuestro nombre
es vuestro número”. Y la desilusión, la decepción y
el desaliento que me invadieron, me hicieron sentir
que yo ya había dejado de ser, para siempre, un
ser humano.
Lilly Appelbaum Lublin Malnik
Llego un día tarde, quizás
25 años, quizás 70 o quizás nunca haya sido tarde para esto.
Todavía me acuerdo de
esa mañana. Hacía frío, todavía era octubre pero ya hacía frío. Me subí al
autobús con ganas de saber, de conocer, de ver, pero sobre todo, de sentirlo. El
camino hacia allí duraba una hora aproximadamente, y una hora aproximadamente
fue la que estuve sin poder articular palabra. Mis ojos, mis oídos, no paraban
de intentar comprender todo lo que estaban viendo y oyendo. Testimonios,
imágenes, vídeos…la pantalla me contaba poco a poco el terror que en breves
pisaría.
Y…allí estaba. Ése del que tanto había oído hablar. Ése que ojalá nunca hubiera
existido.
La guía nos dirigió
hacia la entrada. La famosa entrada. Y ya sentía frío. Más del que las bajas
temperaturas podían ofrecerme.
Crucé el portalón y las
palabras "Arbeit macht frei" desaparecieron a mi espalda. Varios barracones nos esperaban junto con las miles, millones, de historias que tenían que contarnos.
Han
pasado ya 3 años y medio y me sorprende ver cómo soy capaz de recordar prácticamente
cada instante que estuve allí. Cómo en mi memoria todavía permanece esa ropa de
bebé que consiguió hacerme derramar una lágrima en uno de los lugares que más
habrá visto derramar. No dejaba de preguntarme cómo alguien podía odiar a un
bebé. A tantos miles de bebés.
A
tantos miles de personas.
Todavía
se me acelera el corazón cuando mis ojos vuelven la vista atrás para repasar
una por una todas esas trenzas, coletas y melenas. Los zapatos de todas las
tallas y estilos posibles. Tantas y tantas personas diferentes, llenas de vida,
juzgadas como una sola por algo que ni siquiera era delito.
Y
vuelvo al autobús.
Y
mis emociones vuelven a calmarse. La vida real ha vuelto. Mi cabeza sigue en el
campo. Y el día todavía no se acababa.
Los
raíles marcan el camino. Entramos en AuschwitzII-Birkenau. Más de lo mismo
diréis. Nunca es suficiente.
La
vista no me alcanza para ver el final. Un barracón tras otro, uno tras otro,
uno tras otro…
Allí
“vivían”, allí morían.
Recorrimos
un poco el lugar mientras la guía nos iba contando cómo era la rutina del sitio.
Cómo intentaban sobrevivir.
Y
ya se hace de noche, toca volver al autobús. Pero ya no era la misma chica que
esa mañana, luchando contra el frío, buscaba el lugar donde coger el bus hacia
Oswiecim. No podía serlo.
Debo
confesar que esa noche tuve pesadillas y el campo me acompañó toda la noche.
Debo
confesar que no me gusta hablar de Auschwitz sabiendo que, aunque con otro
nombre o sin él, hoy sigue habiendo comportamientos parecidos. Con otro tipo de
personas. De una manera más sutil. Y todos callamos. Como hicieron durante
1940. Antes. También después.
Debo
confesar que no sabía si publicar esto o no porque sé que, por mucho que un
trozo de Auschwitz me acompañe siempre, los supervivientes no quieren
hablar de eso. Sé que no sabemos ni la décima parte de lo que allí pasó. Sé que
igual no resistiría saberlo. Creo que no quiero saberlo.
Pero
lo he publicado. Porque aunque sea la décima parte. Aunque sea una más de las
millones de personas que han visitado el lugar esto no tiene fin. No puede
parar. No puede olvidarse nunca. Y no puede repetirse. Jamás.
“No saber lo que ha sucedido antes de nosotros
es como ser incesantemente niños.”-Cicerón
Jesica