Una colaboración de Adrião Morão
Cuando iba al Instituto leí "1984". Ya me habían hablado muchas veces de este libro, del Gran Hermano como un ser que todo lo ve y a quien no es posible ocultarle nada, ni siquiera el pensamiento. Una figura de dominación absoluta. El mensaje de esta historia es el miedo a que un Estado, cualquier Estado, vaya cambiando hacia una forma de gobierno absoluto sobre las personas. Ese Gran Hermano te vigila. Sabe incluso lo que piensas, y espera que cometas un crimen mental para hacerte desaparecer de la faz de la Tierra. Para borrar incluso el recuerdo de tu propia existencia.
Hay un diálogo que me gusta especialmente. Winston, el protagonista, y O'Brien, un miembro del Partido que lo está interrogando, discuten sobre cuál es el resultado de sumar dos y dos. "Cuatro", dice Winston. Pero, a veces, el Partido quiere que sean cinco. O tres. La cuestión es que la verdad no importa. Importa la voluntad del Partido, o sea, del Estado.
El Estado puede permitirse modificar la realidad según sus necesidades, y de hecho llega a hacerlo en el transcurso de la novela. Oceanía, la patria de Winston, está siempre en guerra. A veces es contra Eurasia, y siempre ha sido así. A veces contra Estasia, y "siempre" ha sido así. La verdad es lo que el Partido dice que es verdad, porque el control del Estado sobre la Humanidad es total.
Hay otra historia que también leí cuando era adolescente. "Un mundo feliz". En castellano tiene un título bastante irónico, o quizás es el más adecuado dado el mundo que presenta.
Los humanos ya no tienen hijos. Son creados en laboratorios, precondicionados ya desde la concepción y programados psicológicamente durante la fase de crecimiento. La sociedad se divide en castas, que son herméticas debido al condicionamiento. Un alfa es y será siempre un alfa, con una inteligencia superior. Un épsilon es y será siempre un épsilon, físicamente preparado para el trabajo duro pero demasiado estúpido para hacer otras tareas. Todos los seres humanos son permanentemente felices. Para ello, consumen de forma regular una droga llamada "soma" y dedican la mayor parte del tiempo a actividades recreativas, si bien su voluntad ha sido destruida.
Vemos dos visiones diferentes de cómo el Estado podría llegar a dominar a las personas. En la primera, aplica la violencia y el miedo. En la segunda, satura los sentidos con placer y distracciones. En "1984", el Estado censura y controla la información hasta el extremo, llegando a hacer un "damnatio memoriae" a sujetos potencialmente peligrosos. En "Un mundo feliz", la información no necesita ser controlada, porque a nadie le interesa. El arte, la filosofía, el pensamiento en general, son subversivos en la narración de Orwell. En cambio, el hedonismo y la sobreexposición a banalidades convierten cualquier expresión intelectual o artística en irrelevante en el relato de Huxley.
Durante los años de Guerra Fría, los aparatos de propaganda del bloque capitalista y del soviético pretendieron demonizar y deformar el lado contrario. Querían ganar la batalla de las ideas. "1984" es considerado profético, en parte, por la visión que ha dado la propaganda capitalista de la Unión Soviética. La evolución de determinados gobiernos europeos hacia un autoritarismo evidente que recuerda a ese viejo enemigo, da alas a esta postura en los últimos años. El miedo se basa en el temor de que el Estado pueda llegar a tener el poder de decirnos lo que tenemos que pensar, de robarnos hasta el último centímetro de ser, hasta el punto de doblegar nuestra voluntad y reconocer que, si el Estado así lo quiere, dos más dos serán cinco.
Por otra parte, la sociedad de consumo en la que nos hallamos inmersos en los países occidentales responde más a las predicciones de "Un mundo feliz". El pan y circo romanos se han convertido hoy en Estado del bienestar y entretenimiento constante. Sin embargo, no es necesario censurar escándalos si los medios de comunicación dan sobredosis de información banal, pues no es tan fácil separar el grano de la paja. Tampoco es necesario tapar la corrupción cuando las instituciones están hasta el cuello de mierda, y ya casi es más fácil encontrar un corrupto que un honrado.
Dicen que no hay nadie más peligroso que alguien que no tiene nada que perder. Y esa es la cuestión: que todos tenemos algo que perder, algo de lo que no queremos deshacernos. No digo ya personas, hablo de objetos. De modos de vida. Nos hemos convertido en esclavos de las herramientas que deberían estar a nuestras órdenes para hacernos la vida mejor. Nuestras prioridades, nuestra escala de valores, han cambiado tanto que el miedo a perder estos objetos nos paraliza.
Empecé este artículo con la idea de que Orwell no tiene razón, y Huxley sí. De hecho, alguien ya hizo esta reflexión en "Amusing ourselves to death: public discourse in the age of showbusiness". Sin embargo, Neil Postman, el autor, falleció hace ya diez años sin ver las consecuencias de la crisis económica mundial. Al comenzar a escribir, tenía en mente la idea de que el control total no vendrá por la violencia y el miedo a gran escala, sino por la saturación de estímulos, por el consumismo y el hedonismo. Por una parte, una persona sobreexpuesta a estímulos externos no tiene tiempo ni capacidad para la reflexión personal. Por la otra, en 2013, una persona que sí haya hecho ese esfuerzo de maduración de ideas puede verse paralizado por el miedo. El miedo a perder lo conseguido por sus padres. El miedo a bajar en la escala social, a perder un estatus. O simplemente el miedo a perder las migajas que le caen.
En el final de este artículo, creo que el escenario es peor. Orwell no tenía razón. Huxley tampoco. La tenían ambos.
La sociedad de consumo nos hace imbéciles. El miedo nos paraliza. Pensamos que siempre tenemos algo que perder más importante que nuestra libertad. Algo más importante que la simple capacidad de tener el control de nuestra propia vida, y de relacionarnos con los demás seres humanos en pie de igualdad.
Tenemos miedo de perder un poco. Mientras tanto, lo estamos perdiendo todo.
Adrião Morão
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