Estábamos
sentados, uno al lado del otro hablando, cuando de repente, se descontroló, por
un breve instante pareció como poseído.
Su cuerpo se estremeció fuertemente mientras pronunciaba algo ininteligible.
Pero seguimos hablando, entendí que él no quería comentar ese incómodo momento
y tampoco yo me veía capacitada para decirle, “hey! ¿Qué ha pasado?”.
Seguimos
hablando y los “brotes” continuaron, cada vez más fuertes, cada vez más
cercanos. Yo intentaba hablarle de cosas triviales pensando que quizás se
estuviese poniendo nervioso y así intentar relajarlo. Pero no me podía creer lo
que estaba viviendo. No soy capaz de describir esos momentos, esos impulsos que
le daban, esos sonidos que balbuceaba, esas manos suyas intentando agarrar su
propio cuerpo como diciéndole, para por favor, ahora no, para.
Nos
despedimos con el falso e incómodo abrazo de dos personas que no se atreven a
hablar de lo que acaban de vivir, él mirándome con los ojos de quien sabe que
podría dar explicaciones pero no quiere o no puede y yo con la mirada triste y
asombrada, intentando ordenar todo lo sucedido, intentando ocultar la verdad
que esa tarde se había revelado ante mí.
Hacía
algún tiempo que sabía que tenía problemas psicológicos, que estaba con
tratamiento, que a veces lo pasaba mal. Pero lo que nunca me imaginé fue eso.
Pensé, abstraída en mi burbuja de optimismo, que estaba deprimido y simplemente
no era lo suficientemente fuerte para afrontar su vida sin ayuda de pastillas,
sin ayuda de esos profesionales tan subestimados por mí. Sí, lo reconozco, era
y soy bastante reacia a todo lo que tenga que ver con tratamientos
psiquiátricos, las pastillas para dormir, relajarte, concentrarte, en resumen,
pastillas para poder vivir. Soy de esas personas que creo que todo está en tu
mano, que si tú no quieres, poco pueden hacer las pastillitas por ti…sí, quizás
sigo en mi propio mundo de ingenuidad.
Pero
esto era diferente. No estaba ante depresiones, ansiedades, esas cosas que,
desgraciadamente, ya vi en varias personas jóvenes de mi entorno. No, ahora era
diferente. Mi amigo no podía controlarse, ni su cuerpo ni su mente. En medio de
una frase, se movía, se agitaba, susurraba cosas y, así como si nada, retomaba
su charla. Y eso me asustó pero sobre todo, me entristeció. Lo vi indefenso
ante sí mismo. Vulnerable. No era él y quizás ya nunca lo volviera a ser.
Seguramente
alguien que viva en un entorno así, lea esto y diga…buf..pobre niña tonta…pero
para mí, esto era algo nuevo. Y sí, soy afectable. Mucho. No dejé de pensar en
él, en lo triste que es ver como una persona joven está destinada a vivir con
varios botes de pastillas como acompañantes y a depender de su tan cambiante
mente. A depender de lo que su cabeza quiera que él vea…a no saber lo que es
real o producto de su imaginación…
No
soy médico, no soy psicólogo pero soy su amiga. Y sea cual sea el término que
los profesionales quieran darle a su “problema”, para mí será siempre mucho
más. Serán sus padres llorando por ver cómo su hijo se autolesiona, grita y se
descontrola sin más, será el resto de la familia sufriendo por ellos, será una
persona más atrapada en las redes de nuestra tan desconocida y brillante mente.
Jesica